Cuando el padre abandona su rol: una mirada a América Latina desde el ejemplo que da Estados Unidos

Este padre, en la metáfora, es Estados Unidos. Y sus hijos, somos nosotros: América Latina y el Caribe

Por Emanuel Peña

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Imaginemos por un momento una familia cualquiera. Un hogar con sus virtudes y defectos, donde el padre —o la madre— representa la figura de autoridad, no por la fuerza, sino por la coherencia entre lo que dice y lo que hace. Su comportamiento moldea el de sus hijos. Enseña con el ejemplo: valores, respeto, esfuerzo, el valor de la palabra y la importancia del compromiso con el bien común.

Utilizo esta imagen familiar porque muchas veces las naciones también aprenden observando. Así como en una casa los hijos miran a sus padres para saber cómo actuar, en la política global hay países que, por su peso histórico, económico y cultural, marcan el camino para otros. En nuestro caso, ese país ha sido —y sigue siendo— Estados Unidos.

Este padre, en la metáfora, es Estados Unidos. Y sus hijos, somos nosotros: América Latina y el Caribe.

Una región históricamente marcada por la desigualdad, por instituciones frágiles y por la lucha constante entre avanzar hacia una democracia sólida o caer en modelos autoritarios disfrazados de liderazgo fuerte.

Durante mucho tiempo, crecimos mirando hacia el norte. Estados Unidos fue —aunque con matices— nuestro mayor referente democrático. El modelo al que aspirábamos. Su discurso de libertad, equidad, prosperidad y respeto institucional sirvió de guía para muchas naciones de la región, incluso cuando nosotros mismos no lográbamos vivir a su altura.

Hoy, sin embargo, observo con preocupación cómo ese referente parece perder el rumbo. El debilitamiento de sus instituciones, la polarización de su discurso político, el desprecio por las normas que antes defendía con orgullo… todo eso está generando señales peligrosas. Señales que algunos en nuestra región están dispuestos a interpretar como licencia para actuar sin freno.

Y lo digo con la angustia de quien ha visto de cerca cómo esas señales se traducen en decisiones concretas en nuestros países. Vemos cómo emergen figuras políticas con discursos radicales, presentándose como salvadores, como mesías. Vemos cómo se militarizan procesos civiles, cómo se asaltan simbólicamente —y a veces literalmente— instituciones que deberían estar por encima de intereses particulares.

Lo vivimos recientemente en Ecuador, donde militares armados custodiaban los resultados de unas elecciones. Y lo vemos en muchos otros rincones de la región, donde la democracia parece cada vez más un disfraz, más que una convicción.

La República Dominicana, mi país, no escapa a este escenario. A pesar de nuestro crecimiento económico y nuestra vocación democrática, seguimos arrastrando deudas históricas que duelen. La falta de agua potable, el eterno problema eléctrico, la precariedad del sistema de salud, la inseguridad y —quizás el más alarmante de todos— la profunda debilidad de nuestro sistema educativo son temas que la clase política y empresarial no han querido —o no han sabido— enfrentar con verdadera voluntad. Se ha preferido administrar la crisis en vez de resolverla. Y mientras tanto, la gente sigue esperando respuestas.

En ese contexto, el ejemplo cuenta. Estados Unidos no puede darse el lujo de enviar señales equivocadas. Porque cuando el referente tambalea, cuando el “padre” actúa de forma errática, los “hijos” que ya están tentados a desobedecer encuentran la excusa perfecta para hacerlo.

Y es aquí donde quiero ser claro: no se trata de idealizar a Estados Unidos, ni de ignorar sus propios desafíos internos. Pero su papel en la región ha sido, históricamente, más que el de una potencia: ha sido un espejo. Y un espejo que se agrieta puede deformar peligrosamente la imagen que otros ven de sí mismos.

América Latina y el Caribe no necesitan más líderes radicales, ni más promesas vacías. Necesitan instituciones fuertes, sociedades más justas, políticas públicas reales que transformen la vida de la gente. Y para eso, necesitamos también ejemplos firmes, coherentes, responsables.

Porque cuando el padre pierde el rumbo, los hijos muchas veces no solo se extravían… también terminan repitiendo los mismos errores, pero sin los recursos, sin la estabilidad, y sin el colchón que una potencia puede darse el lujo de tener.

Y en esta región, cuando fallan los liderazgos, es el pueblo quien paga el precio.

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